jueves, 9 de enero de 2014

El abismo entre el "le pasa a cualquiera" y el "me pasó a mi": cero ficción.

Esta es la crónica de un viaje que no. X2. Sí, con signo matemático, porque el intento fue dos veces. Cabeza dura u obsesiva da lo mismo pues soy un poco de cada. Aunque pensándolo bien, ¿por qué no culpar a la inmadurez veinteañera, esa que te vuelve súper héroe sin capa, sin máscara y, lo que es peor aún, sin súper poderes? Porque a decir verdad, sin capa y sin máscara, una se la puede bancar... ahora, sin poderes, la cosa se puede complicar de verdad.

Primer intento: nada es imposible a los 20 (o eso es lo que pensás)
La cosa es que allá por enero del 2000 estaba en Londres. Después de haber recorrido algunas ciudades europeas y haber dormido muchas noches recostada sobre mi mochila en trenes veloces y muy bien calefaccionados (además de lo que te ahorrás de tiempo y hospedaje), y aprovechando una cercanía que desde Buenos Aires no tendría, había llegado el momento de conocer un lugar intrigante, disputado y controvertido si lo hay: Israel.

Era domingo. Como soy obse (característica ya advertida) tomé el subte con mucha anticipación en la estación de la Catedral de San Pablo, estación homónima para el regocijo de los viajeros. Esa parte del viaje había estado bien planificada: el hostel también se llamaba St. Paul, había sido un convento y los seis días que estuve allí me aliviaba pensar que no había posibilidad alguna de perderme si todo lo que me rodeaba se llamaba igual. Cuando una está lejos de casa tener seguridades agazapa la angustia, esa que está siempre en estado de alerta.

Tenía que hacer tres combinaciones en ese otro mundo que es el underground londinense y si no me perdía en ninguna, en 40 minutos de viaje llegaría al aeropuerto de Heathrow aún antes de las tres horas previas al vuelo. Los de la aerolínea habían sido muy insistentes con eso de presentarse con tanta anticipación: el checkeo llevaba tiempo.

Desde Buenos Aires había elegido viajar por El Al (hacia el cielo) Israel Airlines porque al ser la aerolínea de bandera me daba cierta "seguridad". Seguro que ellos tomaban todos los recaudos para que tu viaje sea el mejor y (valga la redundancia) el más seguro. Un par de escaleras mecánicas y no fue difícil encontrar los mostradores, custodiados por soldados armados más allá de los dientes en un lugar más bien apartado dentro del aeropuerto.
Los nervios, que ya estaban de visita por mi estómago, coparon el resto de mi cuerpo. Porque viajar en avión es una situación estresante pero que te reciban así te hace pasar por todos los estados anímicos que una persona puede experimentar ¡condensados en 30 segundos!

Los inesperados
Cuando creés que tenés todas las herramientas a mano para bancartela y seguir con el trámite como si nada estuviera pasando es justo cuando otro inesperado aparece. Y es también el momento en que vos tenés que redoblar la apuesta si querés seguir en juego. Entonces pensás que otras herramientas van a llegar, como por arte de magia, porque entre el ser inmortal y el yo puedo con todo, los 20 son lo más.

Evidentemente mi reacción lo decía todo: no había avanzado un paso más, estaba petrificada detrás de la línea y pensaba qué sería de mi si cruzaba esa "barrera". Fue entonces cuando apareció ella, una chica rubia enfundada en el uniforme de la compañía que muy amablemente (lo noté en su expresión) me hablaba en un idioma que yo no entendía.
Para ese entonces no podía avanzar pero tampoco estaba dispuesta a retroceder: le pregunté (en inglés) si podía (ella) hablar en inglés. Después de todo, estábamos en Londres. Creo que hasta sonreí porque de repente entendía lo que me decía y hasta estaba dispuesta a despojarme de mis nervios para hablar el mejor inglés de toda mi vida.
Llené unos papeles que entregué rápidamente, junto con mi pasaporte, mi credencial y una enorme sonrisa. Empezó preguntándome por qué quería ir a Israel, cómo había pagado mis pasajes -como corresponde, tenía el de vuelta-, qué lugares iba a visitar, si alguien me había ayudado a empacar. Además, si conocía a alguien allí, debía escribir su nombre. Pensando que eso me ayudaría escribí un apellido de doce letras, de esos que sólo tienen tres vocales. Hasta ahí se podía pensar que eran preguntas de rutina. Pero, acto seguido, comenzó a cuestionar el porqué una chica sola, periodista, tan joven, que no hablaba hebreo ni tenía familiares por esos lares quería ir a un lugar como ese. "Porque se me ocurrió que podía estar bueno conocer un lugar con historia" no era la respuesta esperada.
Se me pasó por la cabeza que venía de un lugar en el que había habido dos atentados contra objetivos israelíes (1992 y 1994) y que por eso era necesario pasar semejante interrogatorio, demostrar que no era terrorista y convencerla de que no me iba a inmolar en el avión. Incluso intenté demostar que con una burka capaz que me confundís (me subí la capucha del buzo gris que llevaba) pero así, al aire fresco, mi cara es lo más italiano que te podés cruzar fuera de Italia.

La chica me dejó sola en medio del salón. Se fue con los papeles y mi pasaporte. Cuando volvió me pidió todos los tickets de transportes y de compras de mi estadía en Europa. TODOS. Y yo, obvio, tenía sólo los que pensaba guardar de recuerdo, que ¡oh casualidad! no eran todos. Entonces me invitó a pasar a un cuarto donde revisarían mi mochila. Intenté quejarme diciendo que había visto que todos pasaban su equipaje por una súper cinta que al final tenía cámaras. Fue en vano.

Apareció un señor de esos de seguridad para acompañarnos al cuarto. En ese mismo momento podría haberme excusado, inventar algún malestar físico y desistir de la idea de tomar ese avión. Pero no. 20 años también es sinónimo de obstinación. Pasamos al cuarto. Yo ya no podía tocar mi mochila. Ellos la revisarían del derecho y del revés, le sacarían los fierros esos que sirven para erguirla y que uno pueda cargarla sobre la espalda. A mi me pasarían un detector de no sé por todo el cuerpo. Nada. Todo lo potencial que podrían encontrar no estaba allí. 

Pero capaz que era en el shampoo que había escondido algo y para descubrirlo bastaría con apretarlo y vaciar todo el contenido (en el piso). Envase del que me dejara sedosa la cabellera ya vacío, a la basura. No se me ocurrió pensar cuántas cosas más iba a perder ahí pero a uno de ellos (ya parece el bando enemigo) se le ocurrió que si no encontraban nada no era porque yo no tuviera nada y decidió mirar todo lo que tenía filmado y escuchar todo lo que le había contado a mi grabador. Sí, sí, contado, porque el pobre oficiaba de diario de viaje desde el segundo día en el que decidí que sólo anotaría horarios y lugares y que el resto podía desgrabarlo cuando volviera a casa.

Nada. Era el momento justo para que la cámara de fotos (rota y bien guardadita) hiciera su aparición. Año 2000: Y2K, error del milenio. No sabíamos si las computadoras de los aviones reconocerían los relojitos al volar o se estrellarían. Mucho menos sabía yo que la cámara digital ya se vendía al público hacía tres años. Carísima, claro, pero me hubiera ahorrado el problemita que siguió.

Y van...
Al tipo le brillaron los ojos cuando la vio. Parecía decir ¡Oh la la! Ah no, pará, ésa no sería la exclamación indicada: estábamos en Londres, la cosa no venía bien y no era prudente soñar con que mejoraría.

De hecho, no mejoró. La revisaron, se dieron cuenta de que tenía un rollo (trabado) en la foto 9 y la probabilidad de que escondiera algo justo ahí era alta. Debo decir que tuvieron la delicadeza de avisarme: "O la abrimos y se vela el rollo o vuelve a Buenos Aires". Abrí, abrí, total... Total que perdí las fotos. Pero imagináte si mis viejos recibían la cámara en un paquetito en Buenos Aires sin mi. De seguro que no iban a pensar que estaba haciendo la gran "duende del jardín" de Amèlie, ese inanimado que sale a recorrer el mundo solo y manda fotos.

No había nada más para revisar. Me dieron  mis papeles y un veredicto: "Usted puede viajar pero su bolso de mano va con nosotros y su cámara, grabador, filmadora y cargadores, en un compartimento especial en el avión. Puede dar una vuelta por el aeropuerto pero no hable con nadie ni compre nada. La vamos a estar vigilando".

Faltaba una hora para el despegue. ¡Qué iba a andar dando vueltas por el aeropuerto! Me senté a esperar hasta que llamaran para embarcar. Lloraba, con angustia. Una israelí se me acercó y me dijo que me quedara tranquila, que El Al era "la compañía más segura" y que si quería podía sentarme a su lado, en la parte delantera del avión. Creo que pensó que tenía miedo del vuelo en sí.

A decir verdad, a esas alturas, lo que menos temía era volar. Cualquier otra cosa me asustaba más. Mientras decidía que me sentaría en el asiento que me habían asignado, pasando la mitad, un grupo de personas se reunió y se puso a rezar. Delante de mi. Shock. Caminé tan rápido como pude. Ya habían abierto la puerta de embarque pero yo no la pasé. Dije un apenas audible "con ustedes no viajo. Están todos locos" y en menos de cinco minutos me alcanzaron mi equipaje y la bolsa sellada con mis "electrónicos". Alguien de la compañía le indicó a un otro alguien que me acompañara a tomar el tren. Eran casi las 2am.
Llegué a tiempo para tomar el último tren que saldría esa madrugada, que después sería subte y que me depositaría otra vez en la estación de la catedral. Algunos le llaman suerte, otros, destino. Yo no pensé nada, me subí y me senté. Lloraba otra vez. Ahora, además de angustia, tenía una sensación como de alivio, entonces el llanto era imparable. Un señor que estaba sentado enfrente me preguntó si me sentía bien. Yo quería responderle pero no me salían las palabras. Entonces él dijo: "Seguro que vas a estar bien".
Al volver a Buenos Aires, después de escuchar mi relato, una amiga acotó: "fue la mejor decisión". No recuerdo haber estado de acuerdo. Aunque tampoco me arrepiento.

Segundo intento: un par de años más tarde, maduraste
La segunda vez iba a casarme. Con un ex que vivía allá. Desistí mucho antes de llegar al aeropuerto. 

Y no volví a intentarlo. Nunca me gustó la frase "la tercera es la vencida".

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